El
problema de los sexos en esta época debe verse como una lucha de poder. La
mujer es vista como un misterio para el hombre, ya que tenía el poder de
levantarlo o de arruinarlo. Por lo tanto, convenía a esta sociedad patriarcal y
burguesa, que la mujer fuera sometida y dominada, es decir “convertida en
subalterna del padre, el esposo o el hermano mayor” (Barrán)
Las
instituciones de la época apoyaban esta idea de que era necesario manejar a la
mujer. Monseñor Mariano Soler sostenía: la mujer no podía quedar librada “a su
propio albedrío”, por eso el padre la entregaba al esposo a fin de “someterla a
una dulce pero firme y poderosa tutela”. De otro modo se perdería “ese ser
débil, perteneciente a un sexo que si bien es susceptible de todo género de
virtudes (…) tiene más peligros con las seducciones de la novedad o con el
atractivo de los placeres”.
Esta
imagen implicaba no sólo la sumisión, sino también era preparada para ser madre
abnegada; mujer económica (importante sobre todo si consideramos que el
principal interés del burgués es la plata), ordenada y trabajadora en el manejo
de la casa; modesta, virtuosa y púdica con su cuerpo. Debía, ante todo, respeto
y veneración a su marido, que era cabeza del hogar, y quien tomaba las decisiones
importantes en él, y era quien tenía la patria potestad de sus hijos y la ley
de su lado.
Era lógico pensar que la mujer no debía trabajar. Si
lo hacía, los trabajos admitidos eran el de maestra por el vínculo que existe
entre esa profesión y el rol de madre. Podía también hacer costura dentro del
hogar para vender fuera en alguna tienda. No se pensaba en la mujer trabajadora
en una tienda o en la fábrica, porque “en vez de llevar esa vida oculta,
abrigada, púdica (…) y que es tan necesaria a su felicidad y a la nuestra
misma, vive bajo el dominio de un patrón, en medio de compañeras de moralidad
dudosa, en contacto perpetuo con hombres, separada de su marido y sus hijos”.
Estos trabajos quedaron relegados para las mujeres de las clases populares, que
se vieron expuestas a un sin fin de humillaciones sociales y morales.
La sociedad del 900 está ávida de juzgar
a su prójimo. Se decía que una buena mujer salía de su casa sólo tres veces:
cuando se bautizaba, cuando se casaba y cuando moría.